Bosnia Herzegovina, Mostar, 09/08/2006
Supongo que Nedeljko estaría en aquella esquina cuando nos salimos de la calle principal para adentrarnos en las calles perpendiculares, siempre más íntimas, interesantes y evocadoras. Y digo supongo, porque yo no reparé en él, sino en los edificios destruidos que había delante de nuestros ojos. Destruidos pero en pie. Me giré y lo vi. Quizás también destruido pero en pie. Nedeljko me miraba y yo a él. Me acerqué y él a mi también. Era un hombre mayor lleno de pelos. Su cara era redonda, sus ojos pequeños y tapados por unas gafas de gran aumento, viejas, enormes y de pasta. Los pelos le salían de las orejas, de la nariz. Él se dirigió a nosotros. Italian o algo así dijo. No, españoles. Ohh, Spanjolac, e hizo el gesto de la cruz, como diciendo, mira católicos. La conversación, una de las más memorables que recuerdo tuvo mucho de gestos y sensaciones, que trascienden por supuesto más allá del idioma, las palabras y la fe en una religión determinada. Hicimos un master en gestos y miradas y Nedeljko al yo extenderle la mano me recogió hacia él y me abrazó y me dio un beso tremendo. Noté su boca mayor ausente de dentadura y también su barba de unos diez días, bastante suave. Casi no reaccioné más allá de la sonrisa y del sobresalto cardíaco. Y nos llevó de nuevo hacia la calle principal con gestos de sus manos que decían venir, venir que os voy a explicar algo que debéis saber. Miraba como asustadizo a un lado y al otro de la calle principal como si no estuviera bien contarle a unos foráneos lo que él pensaba de todo el panorama que le rodeaba. Hotel, dijo, y luego señaló el edificio destruido que había tras entrar por la calle perpendicular donde nosotros nos lo habíamos encontrado. Abrió las manos y sin más ya había explicado como los ataques había sido selectivos. En ese momento todo fue contradictorio, ya que yo supuestamente era un turista y además estábamos alojados en un hotel en Dubrovnik. Pero yo me sentía de los de Nedeljko, pese a que tenía billete de vuelta a Croacia y también a Barcelona. Así es que lo único que nos quedó es darnos otro abrazo y un beso desgarradoramente sincero. Luego nos explicó que ese edificio destruido era el edificio donde él vivía antes de los ataques de los musulmanes y los otros (entendimos que para él estaban locos porque hizo un gesto con la mano levantada y el dedo índice cerca de su cabeza dando vueltas sobre sí mismo). Ahora vivía justo enfrente de su antiguo edificio y claro, cada vez que salía de su nueva vivienda se encontraba si o si con el drama. ¿Quién sabe si allí no perdió a su familia, a sus vecinos o a cualquier ser querido? Cuando terminaba de hablar se quedaba parado y nos miraba a los dos, sonreía y casi lloraba. ¿Por qué Nedeljko nos estaba contando eso a nosotros? ¿Por qué nos abrazaba y nos besaba de aquella manera? ¿Sólo por venir de un país mayoritariamente católico?
Quiso que le apuntara mi dirección y lo hice encantado. Luego era su turno. Sobre aquel coche rojo Nedeljko se disponía a apuntar sus señas. El papel era pequeño y el temblor de sus manazas demasiado pronunciado. No apuntó nada, y tras el amago, nos llevó hacia su portal, subimos unas escaleras y en el número dos nos paramos, señaló la inscripción que había en la placa sobre la puerta. Allí decía, Nedeljko Čuljak. Lo apunté en aquel papel y cuando nos despedimos de él lo miré, después miré a mi compañero de viaje y avanzamos de nuevo por la calle principal.
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